Hacía tiempo que no recordaba la despedida de mi ex... Pero hoy he querido compartirla con vosotros.
Una semana antes me había llamado por teléfono para dejarme, y tuve que
rogarle durante varios días para que quedase conmigo personalmente, para
que me mirara a los ojos y poder escuchar de sus propios labios lo que
me había afirmado por viva voz.
Después de varios ruegos accedió...
Si tuviera que decidir el peor momento de mi vida, yo creo que sería
este, el último día que le vi... No solo porque sería el último que le
vería, sino por el acto humillante, triste y lamentable que fue para mí,
el tener que rogarle que no me dejase, que por favor volviese
conmigo...
Siempre fui una persona orgullosa y de ideas claras, pero aquel día no
sé donde dejé el orgullo y el amor propio... Si, me arrastré hasta el
subsuelo, como muchos de los que aquí estamos...
Por qué quiero compartir con vosotros lo que un día, hace mucho tiempo
ya, dolorida, triste y abrumada de sentimientos, escribí?,
porque lo escribí con la idea de publicarlo en el blog, pero nunca tuve el valor suficiente como para poder colgarlo aquí, siempre me lo guardé para mí, y hoy me
apetece compartirlo.
Ahora que ha pasado tanto tiempo y que he vuelto a releer este apartado, analizo lo sucedido desde la cómoda
butaca de la distancia... siempre fácil, siempre confortable... y desde
donde se pueden sacar las conclusiones más ajustadas a la realidad...
Os copio desde aquí lo que yo escribí en su día en mi portátil a modo de
testimonio. Añadir, que si bien ese día lo pasé mal, lo cierto fue que
lo peor estuvo por venir pocas semanas después...
LA DESPEDIDA:
Las despedidas siempre son tristes. Y las nuestras en particular,
durante los últimos años sobre todo, cobraron ese tinte de tristeza, que
contra todo pronóstico, lejos de desaparecer esa sensación comenzó a
acentuarse aún más.
El problema de nuestra despedida fue las expectativas que yo tenía de
la misma: demasiadas. Ansiosamente esperaba verte aquel día, y parecía
que nunca llegaba…
Aquella tarde salí corriendo de la oficina, eran ya casi las 7, y era
la hora a la que había quedado contigo en la estación de autobuses.
Por mis prisas, por mis agobios, y en definitiva, porque no tenía la
cabeza en mi trabajo, a los 10 minutos de haber salido, recibí la
llamada intempestiva de mi jefe, siempre con sus buenos modales, siempre
con su saber estar, siempre con su buena educación, para gritarme y
decirme que se me había olvidado presentarle un informe.
Obviamente tuve que regresar a la oficina. Allí me esperaban malos
modos, malas caras y hasta ciertas burlas. Lo que hizo aumentar mi
malestar.
Salí tarde y por razones obvias llegué tarde. Tú me esperabas sentado,
tranquilo, en la sala de espera de la estación de autobuses. Rodeado de
maletas, mirando a la nada, parecías relajado. Al verme, te levantaste
animado, sonriente, para saludarme.
Lejos quedaron tu dulzura, tu cariño y tu ternura. Me agarraste del
cuello, no sin cierta violencia y me diste 2 besos, como si fuéramos 2
desconocidos… Yo me quedé un poco aturdida por la situación, pero
enseguida comprendí que todo lo tenías totalmente ensayado. Sabías cómo
ibas a comportarte, qué ibas a decirme y que ibas a hacer… Estaba claro
que durante tu viaje habías estado meditando la situación.
Caminamos juntos, pero manteniendo cierta distancia, por la calle,
buscando un lugar donde sentarnos. Cuando lo encontramos, comenzaste a
hablar sin parar. Se notaba que estabas nervioso y que intentabas por
todos los medios evitar el tema.
Me hablabas de cuestiones, de gente y situaciones que a mí, en aquel
momento, apenas me interesaban. Yo me limitaba a mirar a la mesa o al
horizonte, evitando en todo momento chocarme con tu mirada. Ya no eras
el mismo de siempre, y comprendí en aquel instante, que la persona que
tenía a mi lado, la que no paraba de hablar, la que intentaba a toda
costa mantener cierta distancia con respecto a mí, había cambiado.
Cansada y abrumada por tantas palabras, cerré mi silencio y decidí
hablar. Recuerdo que me lancé al ruedo, sin capota y sin traje de luces
con un escueto: “Y ahora que va a pasar…?”. A partir de ahí, no sé muy
bien cómo, te convertirse en una especie de monstruo. Tu inseguridad
desapareció por completo. Y sólo recuerdo frases del tipo: “Me he
enamorado de otra y no puedo estar contigo”, “nuestra relación estaba
muy mal”, “yo no te voy a decir lo que tienes que hacer, ese es tu
problema…”.
Era evidente que ya no me querías, que ya no querías estar conmigo.
Te pedí explicaciones, pero para todo tenías respuestas, parecía que
todo lo tenías muy claro y muy decidido. Mi opinión había dejado de
importar, ya no contaba para nada, y en lugar de conseguir mi objetivo,
que era que meditaras tu error y volvieras conmigo, lo único que obtuve a
cambio fue sentirme peor de lo que ya estaba.
Cuando la charla empezó a ser incómoda, cuando ya no estaba a tu favor,
sobre todo, porque yo había roto a llorar, y claro, la escena empezó a
molestarte, decidiste darla por acabada y pediste la cuenta al camarero.
De camino a la estación, me sumí en el silencio. Miraba al suelo, un
tanto aturdida por tus explicaciones y del modo en el que me dejabas.
Cuando llegamos, te marchaste durante un momento. Yo me sujeté a tu
maleta. Era lo único que me mantenía de pie, lo único que era estable en
mi vida.
Comencé a llorar, primero en silencio, como si no quisiera molestar. Una
mujer, que se encontraba a mi lado, se acercó preocupada, y me preguntó
si me sucedía algo. Negué con la cabeza y se marchó ante mi negativa.
Luego apareciste, charlando animadamente no recuerdo muy bien de qué,
como si ya hubieras realizado tu trabajo, como si ya hubieras superado
el trámite del día, que no consistía en otra cosa más que en despacharme
lo antes posible.
Recuerdo que no me quité las gafas, porque al igual que dias anteriores, me podía imaginar como tendría los ojos.
Durante un instante mantuviste silencio, como si no supieras muy bien
qué decirme. Me pediste que me marchase a casa, y yo me negué. En ese
instante sentí, más que nunca tal vez, que querías acabar con este
trámite lo antes posible.
Para mi sorpresa, mostraste un sentimiento de humildad, que yo llevaba
sin percibir por tu parte desde hacía semanas. Me abrazaste. Y en cierta
manera me sentí un tanto aliviada, porque pude comprobar que aun
conservabas un lado humano.
Sin embargo, enseguida te convertiste nuevamente en un monstruo.
Cuando parecía que sacabas de dentro de ti ese lado que te hace humano,
ese lado en el que yo podía percibir un mínimo de sentimientos, fue en
ese instante cuando me dijiste: “no te mereces a alguien como yo, te
mereces a alguien mejor”. En pocas palabras, que me fuera con otro. Como
si yo fuera un juguete, como una muñeca hinchable vieja, usada, que ya
no hace gracia a nadie, que se pasa de mano en mano para divertimento de
todos. Así fue como yo me sentí.
Te pedía disculpas una y otra vez. Pero lo más lamentable de todo, era
que te pedía disculpas sin saber muy bien porqué…, culpable de qué?, que
te había hecho yo?.
Ante mi desesperación, volviste a abrazarme, no sé si para que yo me
sintiera mejor o para sentirme mejor tú. La cuestión es que siempre tuve
la sensación, que toda la situación que se desarrolló en la estación de
autobuses, por más que tú hubieras tenido todo preparado, por más que
tú tuvieras todo ensayado, aquello, sin esperarlo, se te fue de las
manos.
Una vez más, cuando las situaciones no son de tu agrado, decides
ponerle fin. Me dices que el autobús se va a marchar. Me coges de la
mano, te vas alejando poco a poco, tu mano se desliza sobre la mía,
abandonándola, como despidiéndote de mí, hasta que finalmente me sueltas
y me dejas caer la mano.
Te subes al autobús, yo me quedo al lado del cubo de la basura, como una
muñeca hinchable vieja, deshinchada, sin gracia y triste.
De vez en cuando me miras por la ventana, pero en realidad no quieres
ver el resultado de tus actos: has dejado a una persona destrozada, sin
rumbo, confusa y que no puede parar de llorar por culpa de tus malos
actos.
Sin embargo, prefieres mirar al frente, a la nada, antes que mirarme a
mí. Cuando parece que la situación te supera, me haces una seña para que
me marche a casa, y yo nuevamente niego con la cabeza. Me quedo
inmóvil, esperando no sé muy bien qué.
El autobús tarda en marcharse, y creo que en ese momento el tiempo se detuvo, y se hizo eterno.
Cuando finalmente arranca, me haces un gesto con la mano, como
despidiéndote amigable, como otras tantas veces. Con la diferencia que
en esta ocasión para mí, ese saludo carece de valor, no es más que un
puro trámite de oficina de funcionario.
Siempre mantuve que en el instante en el que el autobús arrancó,
respiraste aliviado, porque seguramente en ese momento deseabas, más que
nunca, marcharte cuanto antes, y acabar con todo esto lo antes posible.
El autobús se marchó, y yo corrí tras él. Se paró en un semáforo, y yo seguí corriendo, con tacones y cuesta arriba, con la esperanza de alcanzarle y pedirte que te bajaras y no te marcharas, que te quedaras a mi lado.
Apenas podía ver, tenía los ojos llenos de lágrimas pero yo seguí corriendo con todas mis fuerzas para alcanzar al autobús. Sin embargo, el semáforo se puso en verde, y el autocar arrancó.
Yo no pude llegar, y dejé de correr, mientras veía como te alejabas de mí poco a poco, con la sensación que no podía hacer nada para evitarlo.
Regresé al coche andando lentamente. Fue ahí, cuando
comprendí que me quedaba un duro trabajo de meses por delante.
Cuando llegué al coche, me senté en el asiento del conductor. Me miré
nuevamente el rostro por el espejo retrovisor, y lo que ví no me gustó.
Tenía la cara completamente blanca, sin maquillaje, el rimel se me había
corrido de tanto llorar, y había dejado por debajo de mis ojos dos
caminos negros de pintura, lo que me daba el aire de un payaso triste.
Al mirarme los pies, vi que tenía unas carreras enormes en las medias, lo que
acentuó aun más mi desdicha. Aquella despedida, no tenía nada que ver
con todas las demás. Era aun peor, porque tenía la impresión que sería
la última vez que iba a verte en mi vida.
Mientras regresaba a casa, comencé a planear mi recuperación, mi
estrategia a seguir para lograr sentirme un poco mejor cada día. Ya no
quería seguir viendo esa mirada de payaso triste.
Una o dos horas después de tu despedida, me enviaste un mensaje que
nunca respondí, pidiéndome disculpas por todo lo que me habías hecho.
Sin embargo, ese mensaje, no me consoló, simplemente me empujó a seguir
adelante en mi empeño de encontrarme mejor, en idearme una estrategia
para superarme.
Aquel día, quedó grabado en mí como el día de nuestra despedida.
Fue la última vez que te vi, que pude sentirte, que pude tocarte, que
pude respirar el mismo aire que tú, que pude estar a tu lado. Pero
también fue el día que dio el pistoletazo de salida a mi recuperación, a
mi plan de trabajo diario, que es el único medio que me hace sentir
viva, que me hace sentir capaz de superarme y llegar muy lejos en lo que
me proponga…