Cuando mi ex
desapareció, y yo decidí que el contacto 0 era lo mejor para mí, viví lo que yo
pasé a denominar mis “momentos de desahogo”.
Por aquel
entonces yo trabajaba como comercial para una importante empresa multinacional.
Visitaba clientes continuamente, tenía reuniones comerciales semanales con
bastante gente a mi alrededor, trabajaba en una oficina rodeada de mis
compañeros… Y sin embargo, ninguna de estas circunstancias evitó que estos
desagradables momentos sucedieran.
Comenzaban
sin avisar. Con una sensación de ahogo, de tristeza infinita, con unas
palpitaciones que parecían que mi corazón iba a salirse de mi pecho, me faltaba
el aire y hacía esfuerzos sobrehumanos para poder respirar, y sobre todo, se caracterizaban
por unas enormes ganas de llorar. Pero no me refiero a esas lágrimas que caen
lentamente por las mejillas. No. Si no a esas inmensas ganas de llorar
desconsoladamente, en la que se junta la tristeza, la rabia, la impotencia, y
todo se mezcla hasta estallar.
Daba igual
si estaba en ese preciso momento con un cliente, o hablando por teléfono,
conduciendo, o duchándome. Simplemente aparecía, y yo no podía evitarlo.
Recuerdo en
una ocasión que había ido a visitar a un cliente, quien estaba muy ocupado
haciendo unas gestiones y me hizo pasar a una sala de reuniones. Me pidió que
esperase allí, que vendría enseguida. Estuve un buen rato esperándole, quizás
más de 20 minutos.
La sala era
grande y tenía unos ventanales que daban a una calle bastante transitada del
centro de la ciudad. Y allí estaba yo, en una primera planta, mirando por la
ventana, esperando tranquilamente a que el cliente viniese. Yo me encontraba de
pie, mirando a la gente pasar, cuando de repente sentí que me ahogaba, una
enorme tristeza me invadió, comencé a preguntarme para mis adentros “por qué me
has abandonado”, “por qué ya no me quieres?”, “qué es lo que he hecho mal?”,
“te echo mucho de menos y quisiera que ahora estuvieras a mi lado, abrazarte y
que el tiempo se detuviera en ese preciso instante”…
No pude
contener las lágrimas, aún ante el riesgo que el cliente apareciera en la sala
en cualquier momento y me viera en esas condiciones...
La
respiración se me agitó, y mientras se me salían las lágrimas que me eran
imposible detener, me tapaba la boca, intentando por todos los medios parar la
situación. Imposible.
No tenía
pañuelos a mano, y me sequé la cara como pude con las manos, por supuesto,
siempre pendiente de la puerta, con el temor que el cliente entrase a la sala…
En esos
momentos, en el que todo se revuelve y uno no encuentra consuelo a tanta
desesperanza, yo me sentía totalmente vulnerable, débil, frágil… con el
sentimiento que estaba perdiendo esta lucha, que la ruptura me estaba venciendo
y estaba ganándome la batalla, y que esa tristeza parecía que había venido para
quedarse y no marcharse jamás.
En esos
momentos, uno piensa que la vida está siendo injusta con uno, que mientras la
otra parte, el dejador, se ha librado de nosotros y seguramente esté feliz,
disfrutando su vida de soltero (si es que ya no habrá encontrado sustitut@),
nosotros estamos intentando contener esos momentos de desahogo que vienen sin
avisar, esforzándonos en rehacer nuestra vida y seguir nuestro camino.
En esos
momentos, uno se siente el ser más desdichado del mundo, que arrastra su pena,
y que vaga buscando un consuelo a tanto sufrimiento. Un ser al que le gustaría
desaparecer, marcharse lejos y escapar de ese momento de desahogo que,
curiosamente, le ahoga…
Por suerte,
pasados unos instantes, vino la calma.
El cliente
entró, y mantuvimos la reunión como estaba previsto.
En otras
ocasiones estos momentos aparecían mientras estaba conduciendo. No era extraño
el tener que parar el coche en el arcén, sujetar fuertemente el volante y romper a llorar
como si fuese el último día de mi vida. Cuántas veces desee estrellarme contra
una columna de la carretera o chocarme contra un muro y dejar de sufrir!.
No era
extraño el tener que abandonar una reunión comercial o la oficina para irme al
baño durante unos cuantos minutos y poder encontrar un poco de paz… me
encerraba en el servicio, lloraba cuanto podía y después volvía la calma.
Cuando notaba que me había tranquilizado volvía a salir.
En la ducha
también me sucedía a menudo. De repente me empezaba a sentir totalmente
vulnerable, dolida… y rompía a llorar. Empezaba a echarle mucho de menos, a preguntarme por qué había dejado de quererme... sentía que la soledad y la tristeza del mundo eran solo mías, y lo peor de todo, tenía el sentimiento que jamas´conseguiría salir de esta, que viviría así el resto de mis días... No veía una salida al final del túnel, yo solo veía tristeza, amargura y soledad.
Dicen que
después de la tempestad siempre viene la calma, y estos momentos de desahogo no
eran la excepción. Después de una buena llorera, siempre venía la calma. Me
sentía mejor, más relajada.
Comencé a
entender que yo necesitaba eso, que necesitaba echar un poco de presión y así,
poder continuar con mi lucha y mi camino.
Estos momentos me duraron casi un año después de la ruptura, y aprendí a convivir con ellos y a aceptarlos. Venían y se iban por donde habían venido. Eran una fuga a la enorme presión que yo estaba sintiendo.
El problema era que no podía controlarlos, asique terminé por pensar que estos momentos de desahogo eran necesarios para poder superar la ruptura, que formaban parte del proceso del duelo.
Cuando acepté esto, dejaron de preocuparme y pronto dejaron de ser un problema para mí. Acepté que era el momento que me tocaba vivir, y que de alguna manera me ayudaban a sentirme mejor ante tanto dolor.
Con el tiempo se fueron espaciando sus apariciones, hasta que un día desaparecieron completamente.